Apenas si somos conscientes de lo
que tenemos encima. Por no saber, ni sabemos bien desde dónde venimos ni hacia
dónde nos dirigimos (bueno, esto sí: hacia la inevitable extinción tras el Antropoceno).
Seguimos inmersos en estos
extraños tiempos de pandemia en los que se reclaman extraordinarias medidas coercitivas
supuestamente para hacer frente a los contagios de la moderna peste del
coronavirus; en los que –inevitablemente– siguen apareciendo mutaciones y variantes del virus SARS-CoV-2 y se propone la vacunación obligatoria de los réprobos que se niegan a hacerlo, estigmatizando
y atribuyendo (sin justificación alguna) a los no vacunados los peores males; tiempos grises en los que magistrados con ínfulas
epidemiológicas (y sorprendentes conocimientos clínicos sobrevenidos) adoptan esperpénticas
resoluciones judiciales, (por no hablar ya de las extemporáneas
sentencias de un más que desprestigiado Tribunal Constitucional que anulan los estados de alarma); tiempos oscuros en los que continuamente siguen apareciendo chamanes y expertos
televisivos de mesa camilla que propugnan las soluciones más inverosímiles y extravagantes sin ningún fundamento,
como en una nueva versión actualizada de El retorno de los brujos.
Históricamente las enfermedades
infectocontagiosas se han presentado con frecuencia como un fenómeno natural, y las medidas adoptadas frente a ellas como una simple intervención
científica, sin supuestos o connotaciones políticas e ideológicas. Lo cierto,
sin embargo, es todo lo contrario. Ya en el año 2000 Malcolm Gladwell en “The Tipping Point” escribía lo siguiente: «La epidemia de sida es, fundamentalmente un
fenómeno social, es decir, se extiende más por las estructuras sociales y la
pobreza y los prejuicios y la personalidad misma de la comunidad, de modo que
para su transmisión es menos importante la biología que la sociología».
La actual pandemia de COVID-19 es
al menos un fenómeno tan social como biológico o natural, y su abordaje no
escapa en modo alguno a las representaciones sociales vigentes, a las diversas opciones
políticas o a diferentes (y con frecuencia interesadas) premisas ideológicas. De
hecho, como han explicado algunos expertos, (digamos más serios), la crisis de COVID-19 no es una pandemia, es una sindemia, (de sinergia y epidemia), es decir, la suma de dos o más epidemias o
brotes de enfermedades concurrentes o secuenciales en una población con
interacciones biológicas, que exacerban el pronóstico y carga de la
enfermedad. La naturaleza sindémica
y compleja de la amenaza que enfrentamos significa que se necesita un enfoque
más ‘matizado’ si de verdad queremos proteger la salud de la comunidad.
La noción de sindemia fue concebida por primera vez por el antropólogo médico
estadounidense Merrill Singer en la
década de 1990 y desarrollada posteriormente en su libro Introduction to syndemics: a critical systems approach to public and
community health, de 2009. En un artículo publicado
en 2017 en The Lancet, Singer
argumentaba que un enfoque sindémico revela interacciones
biológicas y sociales que son importantes para el pronóstico, el tratamiento y
la política sanitaria. El modelo sindémico
de salud pone el foco en el complejo biosocial, es decir en las enfermedades
co-presentes o secuenciales que interactúan entre sí y en los factores sociales
y ambientales que promueven y potencian los efectos negativos de la interacción
de enfermedades. Este enfoque de la concepción de la salud y de la práctica
clínica reconfigura la comprensión histórica convencional de las enfermedades
como entidades nosológicas distintas de la naturaleza, separadas de otras
enfermedades e independientes de los contextos sociales en los que se
encuentran. Por el contrario, todos estos factores tienden a interactuar de
manera sinérgica de diversas formas consecuentes, lo que tiene un impacto
sustancial en la salud de las personas y de la población en general. Más
específicamente, un enfoque sindémico
examina por qué ciertas enfermedades se agrupan (es decir, múltiples
enfermedades que afectan a individuos y grupos); las vías a través de las
cuales interactúan biológicamente en los individuos y dentro de las poblaciones
(y, por lo tanto, multiplican su carga general de morbilidad), y las formas en
que los entornos sociales, especialmente las condiciones de desigualdad e
injusticia social, contribuyen a la agrupación e interacción de enfermedades,
así como a la vulnerabilidad. Desde este punto de vista, y como sostiene Richard Horton, editor principal de la
revista The Lancet en un artículo publicado
en septiembre de 2020: “no importa cuán
efectivo sea un tratamiento o una vacuna, la
búsqueda de una solución puramente biomédica para la COVID-19 fracasará”. Adoptar
un enfoque sindémico en el abordaje de la COVID-19, añade,
“invita una visión más amplia, que
abarque la educación, el empleo, la vivienda, la alimentación y el medio
ambiente”. El objetivo es revertir las profundas desigualdades que
atraviesan a nuestras sociedades y amplían los efectos de la enfermedad.
En el actual contexto pandémico
de excesos generalizados, de preocupantes y autoritarias proclamas médico-sanitarias,
y de una inadecuada retórica represiva y belicista (hace pocos meses, en una
entrada de su -indispensable- blog Tránsitos
intrusos Juan Irigoyen llega a denominar
a esta situación como La guerra imaginaria de la COVID y la militarización), tal vez sea instructivo recordar los orígenes del concepto de «policía médica». Aquí conviene recordar que todos
los ideales propuestos como deseables objetivos sociales tienen siempre dos
dimensiones: una emancipadora o de liberación de las amenazas -bien de la
naturaleza, bien de los poderosos- y otra coactiva, de imposición disciplinaria…
Publicada en 1638, la obra Politia medica del Dr. Ludwig von Hörnigk
(1600-1667), médico principal de Fráncfort, constituye una de las primeras
contribuciones históricas al desarrollo del pensamiento sobre la
responsabilidad del gobierno y las obligaciones del Estado sobre la salud de la
comunidad.
Como explica el historiador de la medicina George Rosen
en uno de los capítulos de su obra “De la policía médica a la Medicina
social. Ensayos sobre la historia de la atención a la salud” (1974), se
trata un trabajo notable en varios aspectos. Solo el largo título que aparece
en la portada del libro, presenta ya un listado completo de su contenido, enumerando todo
tipo de figuras sombrías que competían entonces con los médicos con formación
universitaria:
«Policía
médica o una Descripción de los Médicos, tanto de los ordinarios como de los
médicos designados para los Juzgados, los municipios, Militares, Hospitalarios
y médicos de la Peste, Boticarios, Farmacéuticos, Cirujanos, Oculistas,
Operadores de Hernias y de cálculos; Panaderos de repostería, Comerciantes y
Bañistas. También
de las mujeres comisionadas para supervisar a las parteras, niñeras y
enfermeras. Así
como toda clase de curanderos no autorizados, fraudulentos e impúdicos, tales
como viejas brujas, carteristas, adivinos de bolas de cristal, curas de aldea,
ermitaños, malabaristas, profetas de la orina, judíos, médicos de becerros,
vagabundos, charlatanes, correveidiles, fanáticos, pseudo-Paracelsistas,
charlatanes, cazadores de ratas, encantadores, exorcistas, hechiceros, gitanos,
etc. Y
finalmente los pacientes o los propios enfermos. Qué
tienen que hacer estos y cómo deben ser supervisados. Para
uso particular y provecho de todos los Señores, Tribunales, Repúblicas y
Comunidades.»
«Recopilado
a partir de las Sagradas Escrituras, el derecho canónico y secular, las
ordenanzas policiales y muchas obras confiables por el Dr. Ludwig von Hörnigk».
Como se deduce de este resumen, el autor se refiere a numerosos aspectos
de la salud y la enfermedad que tienen implicaciones sociales. Su exposición se
basa en numerosas ordenanzas y normas médicas existentes en algunas ciudades
alemanas. Aunque el libro no es original en sus opiniones, se destaca que la
salud es un problema de la comunidad y que corresponde a las autoridades
constituidas actuar cuando sea necesario conservarla.
Pocos años más tarde, en 1655, aparece Der Teutsche Fürsten Staat un compendio de leyes civiles y normas
administrativas escrito por Veit Ludwig
von Seckendorff, una completa formulación de las ideas vigentes en torno a
los problemas de la salud y de la vida social. Según estas, el propósito
adecuado del gobierno es establecer las normas que aseguren el bienestar de la
tierra y del pueblo. Un programa de gobierno debe preocuparse por mantener y
supervisar a las parteras, por el cuidado de los huérfanos, la designación de médicos
y cirujanos, la protección contra las plagas y otras enfermedades contagiosas,
el uso excesivo de bebidas alcohólicas y de tabaco, la inspección de los
alimentos y del agua, las medidas para la limpieza y drenaje de las ciudades,
el mantenimiento de hospitales y la provisión de ayuda a los pobres.
La supervisión gubernamental de la salud pública fue propugnada en
numerosas obras publicadas a lo largo del siglo XVII y XVIII, a partir de la
premisa de que las autoridades y el gobierno están obligadas por ley natural a
cuidar de la salud de sus súbditos. Un buen ejemplo es la obra de Elias Friedrich Heister, De principum cura circa sanitatem subditorum
(Sobre el cuidado por el soberano de la salud de sus súbditos), publicada en 1738. Como indica el título,
trata de las diversas medidas que debería tomar un príncipe para conservar la
salud de su pueblo. Entre los temas considerados están la alimentación, el
abuso de bebidas alcohólicas y las enfermedades contagiosas.
Igualmente, en 1753 J.G. Sonnenkalb
publicó De sanitatis publicae obstaculis
una disertación sobre las dificultades del mantenimiento de la salud pública,
refiriéndose a las impurezas del aire, las malas condiciones de los hospitales,
la falta de experiencia de las parteras, los burdeles y los fraudes y abusos en
la venta de los alimentos.
El interés por la salud vista como una cuestión de política pública se
desarrolló a partir del concepto de policía
médica. A partir de las ideas de los filósofos políticos, los médicos
adoptaron el concepto de policía y
empezaron a aplicarlo a los problemas médicos y de la salud. Todo monarca
necesita de súbditos sanos capaces de cumplir con sus obligaciones en la paz y
en la guerra y por esta razón el Estado debe cuidar de la salud de su pueblo. El
médico está entonces obligado no solo a tratar a los enfermos, sino también a
supervisar la salud de la población. Esta labor se ve obstaculizada en buena
medida por las nefastas y detestables actividades de charlatanes y curanderos. Para
poder tener un personal médico competente era pues necesario, promulgar
reglamentos de policía médica que regulen la educación médica, supervise las
farmacias y los hospitales, evite las epidemias, combata a los curanderos y
eduque a la población.
Estas ideas ganaron popularidad rápidamente, de manera que la policía médica como concepto se refiere,
sobre todo, a las teorías, políticas y aplicaciones originadas en los
fundamentos políticos y sociales del llamado cameralismo (el Estado absolutista y mercantilista alemán de los siglos
XVII y XVIII) para ser aplicadas al ámbito de la salud y del bienestar con el
fin de asegurar tanto al Estado como al monarca crecientes riquezas y poder.
Con frecuencia, la mejor forma de enfrentarnos a las amenazas del pasado
y saber qué nos deparará el futuro, consiste en mirar hacia el pasado. Es bien
sabido que toda historia se elabora a partir de las omisiones y de las
carencias, y que los hechos suelen seleccionarse de acuerdo con los intereses
de quienes la escriben, de manera que las estadísticas están muchas veces al
servicio de los discursos imperantes.
La aparición en 1779 del primer volumen de la monumental System einer vollständigen medicinischen
Polizey (Sistema integral de policía médica), de Johann Peter Frank, (de la que se publicaron siete tomos en vida del autor y otros dos de manera póstuma),
supuso un hito en la historia del pensamiento y vino a consolidar la idea de
las relaciones sociales de la salud y la enfermedad. Frank, considerado como un
pionero de la medicina social, le dio
una base más sólida y sistemática al concepto de policía médica y su influencia se extendió hasta bien entrado el s.
XIX, incorporándose como disciplina en la enseñanza de varias universidades
alemanas y promulgándose leyes sanitarias con el objetivo de regular distintos
aspectos relacionados con la cualificación y las obligaciones del personal médico,
el control de las epidemias, la supervisión de los establecimientos de comidas,
el control de la prostitución y la supervisión de los hospitales. En 1790 Frank
impartió una conferencia en la escuela de medicina de la universidad de Pavía, significativamente
titulada De populorum miseria: morborum generatrice
(La miseria del pueblo, madre de las
enfermedades).
Apoyándose en la tesis de Nietzsche
(“No hay hechos sino interpretaciones de
los hechos”), Foucault sostuvo que no existe una verdad absoluta, sino que existen interpretaciones múltiples
de los hechos y es el poder el que crea la verdad. Es decir, ante un hecho
determinado cada individuo crea su interpretación del hecho, “su” verdad, pero
el poder es el que dispone de los medios para imponer su interpretación a los
demás. La interpretación no acaba nunca: en el fondo no hay nada que
interpretar porque en el fondo toda versión, toda interpretación es subjetiva. (Desde
esta perspectiva, el poder sería entonces la capacidad de una persona o de un
grupo determinado de imponer su verdad como verdad para todos).
En fin, la situación en que nos encontramos
y las medidas excepcionales que se están adoptando muestran bien a las claras
las turbias
relaciones entre (mala) política, (mala) ciencia y capitalismo, así como la irracionalidad política y científica de algunas de las respuestas más
autoritarias que se están dando a la pandemia (restricción de viajes, obligatoriedad
de vacunar a determinados colectivos, imposición de pasaporte COVID-19, etc.).
Mientras tanto, se mantienen las (intolerables)
condiciones de temporalidad y precariedad de muchos profesionales sanitarios contratados
provisionalmente (y que ya han sido despedidos o lo serán en los próximos
días), continúan las limitaciones presupuestarias y los recortes en otros ámbitos asistenciales como
la Atención Primaria
con una situación insostenible desde hace años,
se multiplican los tiempos de espera para recibir atención sanitaria y los seguros de salud privados alcanzan cifras record de contratación.
A estas alturas, reducir y limitar el daño
causado por el SARS-CoV-2 exigirá prestar mucha más atención a las enfermedades
crónicas no transmisibles y a la desigualdad socioeconómica de lo que se ha
hecho hasta ahora. A corto plazo es necesario recuperar la confianza de la
ciudadanía y mejorar las condiciones asistenciales, reducir drásticamente las
listas de espera y dotar al sistema de más y mejores recursos, equipamiento y
profesionales suficientes, bien formados, valorados y remunerados. A más largo
plazo, serán precisos cambios
profundos de la cultura organizativa del SNS y una transformación del paradigma
de atención actual hacia otro de cuidados, más salutogénico,
preventivo, poblacional, predictivo, proactivo y personalizado. Implicará una
reingeniería de los procesos de atención, el desarrollo de nuevas capacidades y
prestaciones, con un impulso claro a la atención integral, integrada e
integradora, cada vez más apoyada en las tecnologías de la informmación. Esta
transformación debe considerar, en todo caso, la gestión de la atención a la
cronicidad y el enorme impacto que hoy tiene la complejidad, la coordinación
con los servicios sociales, la orientación de las intervenciones en función de
los resultados en salud, la mejora de la experiencia del paciente y la
sostenibilidad del sistema, así como la participación activa, tanto de
profesionales como de la ciudadanía.
Nada menos…